ROSTRO A LA INTEMPERIE: RETRATO DIBUJADO, REPRODUCIDO Y SOMETIDO AL ACONTECER DE LO URBANO JORGE ENRIQUE LOPEZ MONTOYA Monografía de grado para optar al título de Maestro en Artes Visuales Asesor JULIÁN ZAPATA RINCÓN Maestro en Artes Plásticas INSTITUTO TECNOLÓGICO METROPOLITANO FACULTAD DE ARTES Y HUMANIDADES MEDELLÍN 2020 ROSTRO A LA INTEMPERIE: RETRATO DIBUJADO, REPRODUCIDO Y SOMETIDO AL ACONTECER DE LO URBANO JORGE ENRIQUE LOPEZ MONTOYA Monografía de grado para optar al título de Maestro en Artes Visuales INSTITUTO TECNOLÓGICO METROPOLITANO FACULTAD DE ARTES Y HUMANIDADES MEDELLÍN 2020 A Daniela, dondequiera que esté, por hablarme de libros un día. Estas palabras guardan una deuda con las suyas AGRADECIMIENTOS Por un empecinamiento individualista del que no logro desprenderme, este trabajo de investigación creación se me hizo, como a Sísifo con su piedra, una labor cuesta arriba. Sin embargo, en ese empeño que me llevó al borde del solipsismo, ciertas voces, ciertas presencias, e incluso ciertas ausencias, lograron aportar cuotas considerables de lucidez y de ímpetu para emprender y continuar. Vaya mi agradecimiento, por tanto, a la profesora Luz Análida Aguirre, por ayudar a trazar la senda académica y burocrática del trabajo; a la profesora Julián Rincón Zapata, por sus comentarios pertinentes y oportunos respecto al contenido y la estructura de este; a Daniel Abad Restrepo, cómplice de derivas dialógicas y espaciales fecundas en ideas; a Natalia Rincón, la voz perenne del amor que, aún como eco distante, perdura; y por último a mi madre, Luz Marina Montoya, por brindar cobijo y apoyo sin pensarlo, a veces sin saberlo. TABLA DE CONTENIDO INTRODUCCIÓN 7 PLANTEAMIENTO DEL PROBLEMA 12 DECLARACIÓN DE ARTISTA 14 JUSTIFICACIÓN 15 OBJETIVOS 16 1. MARCO TEÓRICO 17 1.1 LO URBANO COMO ESPACIO PARA EL ARTE 17 1.2 LA IMAGEN COMO PARTE DEL DEVENIR URBANO 22 1.3 EL ACONTECER ACTUAL D E LA IMAGEN COMO DIS POSITIVO DE ARTE URBANO 26 2. METODOLOGÍA 31 3. IMAGEN, ESPACIO Y PERCEPCIÓN 34 3.1 EL PERIPLO DE LA IMAGEN 34 3.2 IMAGEN MODERNA, IMAGEN URBANA 40 4. TODOS LOS ROSTROS UN ROSTRO: LA VALÍA ESTÉTICA DEL RETRATO 54 4.1 ¿POR QUÉ SE RETRATA? 54 4.2 LA VALÍA ESTÉTICA DEL RETRATO 60 4.3 PRODUCCIÓN DE RETRATOS EN VINILO: UN ACERVO DE PRESENCIAS 64 5. ROSTRO A LA INTEMPERIE: IMAGEN COMO SUPERFICIE DE CONTACTO 70 5.1 CIUDAD: TEJIDO DE CONTACTOS 70 5.2 ARTE URBANO, ARTE DEL AFUERA 73 5.3 ROSTROS A LA INTEMPERIE: REFLEXIÓN EN TORNO AL EMPLAZAMIENTO URBANO DEL RETRATO 89 6. CONCLUSIONES 109 BIBLIOGRAFÍA 113 6 RESUMEN El presente es un proyecto de investigación-creación que, a partir de la elaboración gráfica de retratos en vinilo, y del interés por ampliar las posibilidades configurativas y visuales de este tipo de imagen, traza un periplo en torno a las formas de percibir y entender la imagen en general, y lo relaciona con los modos en los que lo urbano como madeja de acontecimientos opera sobre dichas formas, así como sobre las diferentes manifestaciones que aspiran, mediante su impacto estético, al apelativo de arte urbano. De esta relación surge un análisis en torno al potencial expresivo del retrato, partiendo de sus funciones establecidas a lo largo de la historia del arte, y en tanto que correlato del rostro vivo y generalizado en el que reside lo urbano como una mirada siempre dispuesta a resignificar aquello de lo que se apropia. Palabras claves: imagen, dibujo, retrato, urbano, paste-up, empapelamiento, espacio, superficie, contacto, reconfiguración. 7 INTRODUCCIÓN Las ciudades albergan, en sus innumerables calles, espacios y superficies, un ente que les da pulso, que las dota de un sentido paradójicamente certero e incierto a la vez, y que las somete a un constante proceso de transformación que no cesa de redefinir lo que la vida misma es dentro de sus estructuras. Dicho ente es lo urbano, un cúmulo de acontecimientos que se gesta entre miles, millones de individuos que, al ejercer su derecho de estar en las calles a sus anchas, se ven obligados a representar un papel, a practicar el ocultamiento y el des-ocultamiento según les convenga, a hacer uso de diferentes espacios en concordancia o en contra de normas políticas y sociales establecidas o meramente intuidas, a propiciar encuentros utilitaristas, efusivos, timoratos, violentos, eufóricos o fatídicos con otros individuos y con infinidad de objetos que se prestan a ser abordados, interpretados, asimilados o rechazados, a poner en marcha sistemas efímeros de convivencia, de circulación, de contemplación y de funcionalidad; lo urbano es la conciencia informe de la masa que habita la ciudad, es su mirada y su tacto, pero también su voz y su fuerza, el hábito que consciente e inconscientemente traza, erige y marca el hábitat en el que su naturaleza se despliega, a través del cual se desenvuelve y en el cual opera. Luego está la imagen que, sometida a lo urbano en tanto que mirada y tacto, es asimismo un ente cargado de potencia, que tiene tantas maneras de transmitir no ya un mensaje o una consigna, sino una sensación, un afecto, como individuos haya que la puedan contemplar. Un ente que puede oscilar entre la simpleza pueril y la complejidad excepcional, la imagen es un territorio que siempre está proyectando algo, siempre parece exigir que se acuda a algo en ella, así sea un capricho, una entelequia. Hecha campo problemático, no obstante, en su contacto con lo urbano, la imagen trasciende sus estadios de revelación sobrenatural, de encumbramiento de la forma y el estilo y de 8 mero dispositivo informativo y de entretenimiento para volverse un instrumento determinante de los modos humanos de ver, entender, sentir y transmitir, para erigirse en la pieza más valiosa del aparataje estético que nos rige. La presente investigación-creación se propone estudiar la forma en la que un tipo particular de imagen, el retrato dibujado con vinilo y reproducido mediante la impresión y el fotocopiado, es percibida, interpretada, intervenida, desatendida o disuelta cuando es llevada al espacio urbano, donde, a través de la técnica paste up (empapelado) se apropia de superficies en las que no sólo cuenta con una visibilidad que los dibujos originales por sí solos difícilmente podrían tener, sino que se hace vulnerable a diversos tipos de reconfiguración que se dan a raíz del contacto que se efectúa ora con individuos que aportan su cuota de teatralidad y de sesgos al acontecer urbano, ora con factores accidentales e inusitados, pero de cierto modo predecibles, que inciden en ella de forma paulatina. El tema del retrato sirve como una suerte de correlato a la pluralidad y la otredad de los individuos existentes en acto que hacen de los espacios y las superficies urbanas el escenario que acoge sus presencias y sus manifestaciones. Los rostros representados son vagos, no siempre responden a un modelo concreto y cuando lo hacen no deja de ser un rostro más entre muchos, como el de tantas personas que existen y dejan de existir en un visto y no visto. La superficie que los acoge les promete una duración, pero no los salva de la indiferencia, de la violencia, de la decadencia, elementos en los que se ha querido observar un modo en que la imagen aspira a seguir “creándose” por medio de su desarticulación azarosa. Para acometer este propósito se ha trazado una senda que comprende un objetivo general y tres objetivos específicos. Se parte así de la intención de dar cuenta del potencial estético del retrato elaborado en dibujo a vinilo y transformado en dispositivo del arte urbano mediante la 9 reproducción serial y la técnica del paste-up o empapelamiento. Siendo el retrato un tema ineludible en la historia del arte, y por lo tanto, un estrato de la imagen siempre vigente, se da comienzo a la senda de análisis trazada mediante el acto de estudiar y exponer las maneras en las que la imagen en general, y la imagen hiper serializada e insertada en ámbitos urbanos en particular, repercuten en la percepción del individuo y las colectividades. Con base en este entendimiento de la imagen, y anticipando la concepción propia de la imagen-retrato, se procede a elaborar una serie de retratos en vinilo y hacer un estudio de estos con base en referentes teóricos que aborden las diversas funciones del retrato como tema en varios momentos de la historia del arte. El recorrido finaliza con una mirada hacia los modos de acontecer de la imagen insertada en un espacio presto siempre a reconfigurarla, a partir de la cual se busca hacer una valoración, desde la estética urbana y las definiciones de arte urbano y conceptos afines, del potencial visual de los retratos reproducidos e instalados en el espacio, con base en registros tomados, prestando especial atención a los factores de más incidencia. Así trazada, la senda comprende un estudio interrelacional de factores que se entrelazan, se complementan y se contrastan, dando pie a entender a la imagen (y dentro de ella al retrato) y a lo urbano más que como meros estratos lógicos y visuales, como acontecimientos. Dicho estudio comienza acudiendo de forma somera al periplo que la imagen como continente de significados y sensaciones ha efectuado hasta la época actual. Se reconocen las formas en las que la mirada se ha apropiado de la imagen, y a su vez las formas en las que dichas apropiaciones operan sobre la concepción de la realidad. Desde los albores de la representación, en los que era tomada por una revelación de fuerzas inefables, hasta la ubicuidad de la imagen actual, pasando por su estadio de relevancia visual como exteriorización de los factores esenciales de la naturaleza, lo cierto es que la imagen no ha dejado de ser el elemento en el que el mundo parece cristalizarse, 10 mostrarse y relatarse. La primera unidad temática se esfuerza pues por hacer una exposición de la imagen como dicho elemento, hallando su colofón en una visión de esta como un ente que se abre a innumerables modos de ver, de interpretar, de intuir y de anticipar la realidad, siendo su ejecución e instalación en el espacio urbano a través de diferentes técnicas, una de sus formas de apertura más fecundas en lo que tiene que ver con su potencial visual. A continuación se pasa a explorar la pertinencia, la vigencia y las funciones del retrato, un tema que ha estado presente en casi todas las etapas de la historia del arte, a la vez que se propone un acervo gráfico del mismo, de realización propia mediante el dibujo a vinilo, a fin de no sólo aludir a esa vigencia, sino a una variedad virtual de manifestaciones del rostro humano. Se hace énfasis en la visión del retrato como una interpretación de los rasgos esenciales del rostro en pos de la representación, la cual justifica diversos aspectos técnicos y estilísticos de los retratos elaborados. En esta unidad temática se aspira, en cierta medida, a dar cuenta detallada de lo que será la materia prima del núcleo del trabajo, el encuentro de la imagen con las formas de operar de lo urbano. Llegado a este punto el trabajo hace acopio de las ideas propuestas en torno al retrato y la imagen y se esmera por estudiarlas y comprenderlas con base en su incorporación a dicho ámbito. Para esto se vale de un ejercicio de campo, en el que los retratos elaborados son reproducidos en diferentes dimensiones y emplazados en varias superficies a lo largo y ancho de la ciudad de Medellín. Mediante un registro fotográfico recurrente, en el que se atiende a la transformación de la imagen con el paso del tiempo, y a raíz de un sinnúmero de factores, se emprende una reflexión que abarca la territorialidad de la ciudad, la susceptibilidad de sus espacios y superficies de ser intervenidos y apropiados, las formas en las que lo urbano de desenvuelve y opera en la percepción generalizada, y en última instancia la vulnerabilidad y potencialidad de la imagen del rostro 11 sometida a modos de acontecer como la indiferencia, el reconocimiento, la intervención o la violencia. Se trata de presentar a la imagen, desde su presencia y su decadencia, como un correlato de las formas en las que lo urbano se manifiesta en la vida misma de los individuos y las colectividades que habitan la ciudad, las formas en las que los afecta y condiciona sus modos de percibir y abordar la realidad. Mediante el uso del retrato, imagen virtual de incontables vidas e historias, este trabajo aspira, en suma, a mostrar de manera sucinta pero contundente las formas en las que lo urbano se despliega y se manifiesta, en las que la imagen amplia sus vías de configuración a partir su vulnerabilidad y sometimiento constante a las miradas y a la acción impredecible de los cuerpos, y en las que la decadencia puede ser tenida como un factor regidor de acontecimientos estéticos considerables y reveladores. 12 PLANTEAMIENTO DEL PROBLEMA El arte, a lo largo de la historia, ha sido predominantemente visual. Incluso en la historia reciente, dominada por la no objetualidad, la problematización del lenguaje y la transitoriedad del acontecimiento como aparatos de transmisión sensible, los modos de representación que desde la visión más genérica se asocian con el arte (dibujo, pintura, escultura, fotografía) siguen resistiendo y negándose a que se los reduzca a mera artesanía, gracias al trabajo de artistas capaces de resignificar, deconstruir o expandir las posibilidades expresivas que dichos modos acarrean. Cabe preguntarse, sin embargo, por la pertinencia de ciertas formas de representación, en tanto que se pondera su facultad de transmitir algo que pase de ser un mero compendio de alardes formales dispuestos en un plano. Tal es el caso, para lo que atañe a esta investigación/creación, del retrato logrado en dibujo mediante el uso del vinilo. La aplicación de este material se acerca más a la pintura que al dibujo, pero cuando esta se hace sin recurrir a mezclas, y atendiendo más bien a las gradaciones que permite el pincel según la cantidad de vinilo aplicado (pasando del empapado al semi-seco), el resultado obtenido es más coherente con la naturaleza monocromática, inacabada y anticipatoria del dibujo que con la de la pintura. El problema que surge cuando se tiene un amplio acervo de retratos efectuados de esta forma es el de cómo conferirles una pertinencia visual y conceptual que no se quede en un mero despliegue de prolijidad técnica, y que expanda las posibilidades expresivas de estas piezas a los ojos de un posible espectador. Es una complejidad que conduce a buscar alternativas en problemáticas del arte como la serialización y los modos visuales de lo urbano. Es justamente el ámbito de lo urbano el que se vislumbra como campo de proyección en el cual desplegar el retrato hecho a vinilo para aventurar y sopesar un potencial alcance de este tipo de imagen. Aunque, 13 concretamente hablando, lo que se quiere desplegar en dicho ámbito es un conjunto de imágenes reproducidas y serializadas mediante impresiones y fotocopias, haciendo uso para ello de la técnica del paste-up o empapelado. Esta técnica es uno de los muchos modos de acontecer de lo que se conoce como arte urbano, y al adoptarla este proyecto se enmarca en una serie de prácticas que a lo largo del tiempo ha alcanzado el rango de movimiento. Con esta problemática trazada, se llega a la pregunta que marcará por tanto el derrotero de la presente investigación: ¿cuál es el potencial estético y visual del retrato hecho a vinilo una vez serializado, reproducido e instalado en varios espacios del entorno urbano? ¿Qué lugares específicos de este dispositivo podrán ser intervenidos con estas imágenes y qué se busca lograr en la relación con el espectador-transeunte? Con estas preguntas se busca determinar el modo en el que la imagen del rostro se puede insertar en el lenguaje visual del arte urbano, que por lo general hace gala de un dinamismo formal, cromático y conceptual considerable, y que en el caso específico del empapelamiento se revela como un soporte de consignas que buscan llamar la atención sobre realidades políticas y sociales. La pregunta central por el potencial estético y visual también atañe a la susceptibilidad de la imagen instalada en el espacio urbano de ser transformada por diversos factores ajenos a ella, tales como el uso que hacen los individuos y los colectivos de los espacios (lo cual implica diferentes modos de entrar en contacto con la imagen) o la manera en que el paso del tiempo y de los elementos afectan el soporte (lo cual ya entra a afectar la integridad de la imagen y revelar su transitoriedad.) El problema en el que se centra este trabajo exige, por lo tanto, una reflexión no sólo en torno a un lenguaje visual y las imágenes que produce, sino en torno a la percepción que entra en contacto con estas imágenes, razón por la cual la estética urbana se halla en el núcleo de toda la investigación/creación aquí prevista. 14 DECLARACIÓN DE ARTISTA A pesar de su naturaleza anticipatoria, un tanto desprolija y deudora de una visión representativa primigenia, el dibujo monocromático es un lenguaje visual que se resiste a caer en el desuso. Allende de lo que pueda transmitir por sí mismo, lo cierto es que son incontables las formas en las que se puede aprovechar a fin de expandir su potencial estético y hasta conceptual. Por mi parte, reconozco que el uso que hago del dibujo se circunscribe a un único tema: el retrato. Valga decir también que opto por el dibujo realizado con vinilo en favor del contraste que su aplicación facilita sin sacrificar la factura, cosa que se complica con el uso de diferentes gradaciones de grafito o de carboncillo. Desde esta ejecución un tanto utilitarista y repetitiva del dibujo, surge la necesidad de una problematización de la técnica que permita explorar sus modos de transmisión más allá del soporte inicial. A este efecto, el ámbito urbano ofrece no solo un soporte expandido, sino un campo conceptual en el que la representación del rostro, aún como mero dibujo, adquiere otros matices. Mi concepción de lo urbano va más allá de la mera extensión territorial conocida como ciudad en la que comúnmente se enmarca. Para mí lo urbano tiene que ver más con una madeja de aconteceres dispersos y efímeros y de apropiaciones corpóreas y espaciales por parte de individuos y colectivos, que con un mero discurrir funcional callejero. La función del rostro en el espacio urbano es la de afirmar una presencia múltiple, a veces dispersa, a veces aglutinada, a veces aislada, pero siempre latente. Con la inserción de retratos hechos en dibujo de alto contraste en ese dinamismo acontecimiental de lo urbano, lo que busco es hacer de la técnica una manera de delatar la indeterminación a la que cualquier presencia se ve sometida por fuera de sus nichos de pertenencia. El dibujo en el papel se preserva, como el individuo en su hábitat. Reproducido e instalado en las paredes o en el suelo, se desvanece, como el transeúnte entre la muchedumbre. 15 JUSTIFICACIÓN Lo urbano es un territorio, pero también es un estado de cosas, un estado de cuerpos, un agenciamiento (Deleuze y Parnet, 2004, p. 81). Es un ente que, como afirma Manuel Delgado (2007), “no está constituido por estructuras estables, sino más bien por un orden de relaciones sociales por lo general impersonales, superficiales y segmentarias” (p. 182). Por lo tanto, a la trama conformada por calles, espacios y cuerpos que convergen, habría que añadirle una urdimbre consistente en una madeja de acontecimientos sin determinación ni estructura, de cruces, encuentros y apropiaciones transitorias del espacio, de atascos y desplazamientos, de miradas de soslayo y temores contenidos y latentes, de devenires, en suma, para que una concepción propicia de lo urbano pueda concretarse. De esto se sigue que un arte de, para y desde lo urbano sea no sólo un arte que tiene lugar en las calles de una ciudad cualquiera, sino un arte que a través de una pluralidad de manifestaciones vivenciales, visuales y conceptuales da cuenta de las relaciones dispares, intermitentes, transitorias e indeterminadas que tanto individuos como colectividades establecen entre ellos mismos y entre los espacios que los acogen. La imagen, a su vez, opera en estos modos de acontecer como una superficie que se abre al tiempo, a la interpretación, al contacto, y se instala más allá de lo meramente legible (Salas, 2016, p. 64). Este trabajo halla su justificación en su intención de hacer de la imagen del rostro, esto es, del retrato, primero efectuado en dibujo y luego reproducido y emplazado en superficies urbanas, una imagen que aspira a dicha apertura, a generar encuentros con la mirada generalizada de lo urbano que no sólo transmitan el eco de una presencia, sino que activen diversos estadios de contacto que pueden acarrear sobre ella diferentes tipos de transformación, lográndose así que la imagen-retrato alcance no sólo un nuevo soporte en el cual ser percibida, sino que pueda seguir dibujándose (o desdibujándose) a raíz de las circunstancias azarosas a las que se ve sometida. 16 OBJETIVOS General Dar cuenta del potencial estético del retrato hecho a vinilo, transformado en dispositivo del arte urbano mediante la reproducción serial y la técnica del paste-up o empapelamiento. Específicos  Estudiar y exponer las maneras en las que la imagen en general, y la imagen hiper serializada e insertada en ámbitos urbanos, repercuten en la percepción del individuo y las colectividades.  Elaborar una serie de retratos en vinilo y hacer un estudio de estos con base en referentes teóricos que aborden las diferentes funciones del retrato como tema en diversos momentos de la historia del arte. ● Hacer una valoración, desde la estética urbana y las definiciones de arte urbano del potencial visual de los retratos reproducidos e instalados en el espacio, con base a registros tomados y en especial atención a los factores de más incidencia (Clima, intervenciones, desgarros). 17 1. MARCO TEÓRICO 1.1 Lo urbano como espacio para el arte La palabra urbano viene, en los tiempos que corren y desde hace ya un buen rato, acompañada por una serie de connotaciones que, en el mejor de los casos, implican una suerte de encumbramiento o romantización (mediáticos) de la ciudad como espacio cultural, y en el peor, una estigmatización y segregación de diversos actores constituyentes de dicho espacio. Es un concepto que parece indisociable de las maneras en las que el ser humano habita, transita y se manifiesta en la ciudad. Al hablar de arte urbano, por otra parte, se suele pensar en una serie de usos de diferentes formas de lenguaje visual que atañen a esas maneras, y a la fragmentariedad que las determina. Es sabido, no obstante, que en la mente de un vasto número de personas, la concepción del arte urbano no pasa de considerarlo todo un mero grafitti, desde el más insignificante tag hasta el más imponente mural. Así, el arte urbano, tal y como se lo entiende ahora, pareciera que no trasciende el ámbito de las configuraciones visuales efectuadas en las calles, cualesquiera que estas sean. Ya en lo que tiene que ver con los lenguajes específicos ejercidos, en la concepción más extendida y axiomática de arte urbano caben manifestaciones visuales que parecen no querer aspirar a una visibilidad concreta ni a un ejercicio interpretativo dedicado, sino meramente a ser un decorado de superficies imbuido de niveles variantes de transgresión espacial e institucional. Se tiene así al ya mencionado tag, que consta de una firma estilizada hecha en aerosol o en marcador que identifica a un individuo o a un grupo; está también el bomb, que ya pasa a ser un grafitti propiamente dicho, en el que suele predominar la tipografía enrevesada y voluminosa, aunque también incurre en composiciones figurativas; con el estarcido o stencil se apela a una técnica de intervención relámpago, en la que una plantilla previamente cortada con motivos 18 tipográficos o figurativos permite una aplicación rápida de pintura, comúnmente aerosol, que al rellenar las oquedades de la plantilla imprime en una superficie la forma deseada; y como cúspide de las manifestaciones visuales de arte urbano se alza el mural, una técnica historiada que halla su precursor en el fresco bizantino y renacentista, y que en la primera mitad del siglo XX fue retomado por figuras como Diego Rivera en México y Pedro Nel Gómez en Colombia a modo de manifestación de un realismo popular y de su idiosincrasia; este se ha venido reincorporando a modos de creación más afines a intereses visuales y discursivos propios de la contemporaneidad, como las masivas intervenciones de fachadas del fotógrafo francés JR.. Todas estas acciones implican una intervención in situ, con materiales que pasan a mezclarse de manera casi permanente con las superficies intervenidas. Otras formas menos disruptivas de las superficies apelan a la aplicación de diseños en papel que fácilmente pueden ser removidos o intervenidos, como lo son los stickers o los empapelamientos con engrudo, también conocidos como paste up, los cuales permiten no sólo una configuración visual previa a las intervenciones, sino que posibilita un libre juego con las texturas, las formas y los matices cromáticos de las superficies intervenidas para lograr composiciones vistosas mediadas por cierto nivel de azar e indeterminación. Estos modos de acontecer visual callejero son fácilmente rastreables en diversos catálogos y en búsquedas de internet que tienen como factor determinante y denominador común el concepto de Arte Urbano. Sin embargo, uno de los intereses de este trabajo radica en poner en tela de juicio dicho concepto desde la definición de lo urbano en tanto que problema fenomenológico más que geográfico. Esto implica no sólo repasar esta definición, que suele ser difusa, sino emprender un análisis a fondo que lleve a comprender cuales son las manifestaciones artísticas que verdaderamente atañen a lo urbano. 19 Para empezar, es preciso decir que no es gratuito que la imagen acústica que suscita la palabra urbano sea la de una ciudad, entendida como un cúmulo de estructuras sólidas y vías de tránsito en las que residen, operan y por las que se desplazan, respectivamente, un número indeterminado de personas que se da en llamar población. La ciudad, sin embargo, no es la que crea lo urbano, ni la que lo condiciona, ni la que lo define; la ciudad simplemente propicia lo urbano, esto es, se erige como el lugar en el que al tipo de fenómenos que constituyen lo urbano le resulta más fácil manifestarse o (nunca mejor dicho) tener lugar. Para entender mejor esa línea que separa (pero también que conecta, como superficie de contacto) a la ciudad de lo urbano, es pertinente revisar en la obra de Manuel Delgado (2007) la dicotomía entre la ciudad concebida y la ciudad practicada. La ciudad que se representa en planos se ciñe a la idea de que toda estructuración espacial ha de obedecer a una serie de presupuestos que tienen como fin facilitar al máximo la estabilidad vital de la población: las casas han de brindar cobijo ante la intemperie, pero también comodidad, los lugares de trabajo deben acoger al mayor número de personas posible, pero cuidando también que haya un desenvolvimiento unitario óptimo, y los intersticios o vías de tránsito deben acortar las distancias y facilitar el desplazamiento entre estas instancias. Quizá se esté pecando aquí de una simplificación extrema pero, en esencia, a este tipo de proyecciones, sólo que a una escala mucho más grande, es a las que obedece el concepto y la ejecución de la ciudad concebida. Así, los proyectos urbanísticos trazados por la institucionalidad política que regula las ciudades conciben las edificaciones y las vías según un uso y una ocupación afines a su visión. La fábrica para el trabajo, el parque para para la congregación ociosa, la acera para el desplazamiento fluido a pie y la vía para el desplazamiento fluido vehicular, a la vez que la administración ejerce la potestad de conceder lotes para la construcción de viviendas, unidad estructural mínima que se erige como 20 hábitat de la familia (y hoy por hoy cada vez más del individuo). Se percibe en esta concepción, sin embargo, un idealismo funcional que desatiende a modos del acontecer humano que no caben en ninguna previsión espacial ni en ningún esquema práctico trazado de antemano, en tanto que “los urbanistas trabajan a partir de la pretensión de que pueden determinar el sentido de la ciudad a través de dispositivos que dotan de coherencia a conjuntos espaciales altamente complejos” (Delgado, 2007, p. 14). La ciudad concebida es un espacio que parece olvidar la volatilidad y la pluralidad del acontecer humano, asignándole a cada estructura una función. Se llega así a lo que Delgado presenta de forma crítica como una Conceptualización de la ciudad como territorio taxonomizable a partir de categorías diáfanas y rígidas a la vez –zonas, vías, cuadrículas– y a través de esquemas lineales y claros, como consecuencia de lo que no deja de ser un terror ante lo inconmensurable y polisensorial, el súbito desencadenamiento de potencias sociales muchas veces percibidas como oscuras (p. 14). Es precisamente este desencadenamiento de potencias oscuras lo que comporta lo urbano. Se puede pensar en este fenómeno como en un proceso de horadación, de abrirse camino del individuo y de la colectividad entre las estructuras planificadas por los urbanistas, un abrirse camino que implica todo tipo de usos, contactos, diásporas, cúmulos, y agitaciones, en las que la ciudad, las calles, los espacios y las edificaciones, más que un factor determinante, no son otra cosa que un campo de potencias y latencias. Lo urbano es así, pues, “la sociedad que producen los urbanitas, la manera que estos tienen de gastar los espacios que utilizan y al mismo tiempo crean”, y en los cuales “se abandonan a apropiaciones efímeras y transversales, todo un océano poliédrico e interminable de acontecimientos” (Delgado, 2007, p. 15). Con la ciudad como el continente óptimo para su acontecer, lo urbano es lo que dentro de ella genera una serie de contactos, afectos, usos, 21 alineamientos y desplazamientos que, si bien tienen algo de indeterminado y azaroso, tienen una función ulterior que es la de hacer cuajar una naturaleza urbana, en la que lo que prima es el movimiento, el nomadismo; en la que, por más paradójico que suene, la transitoriedad es lo único constante. En ese sentido, lo urbano puede ser definido por el concepto Deleuziano de agenciamiento, ese proceso que comporta términos heterogéneos, estados de cosas y estados de cuerpos, que establece uniones y relaciones entre ellos que no llegan a lo filial, sino que se quedan en la mera alianza, un proceso en el que los cuerpos se compenetran, se mezclan y se transmiten afectos, y en el que se intercambian incontables enunciados (Deleuze, Parnet, 2004, pp. 79-81). Es así pues que, partiendo de esta idea de lo urbano como una forma de agenciamiento, se busca estudiar la pertinencia de los lenguajes visuales que se efectúan en las calles (en especial el empapelamiento) dentro de lo que implica este proceso, así como ver qué papel juegan en el entendimiento de un arte urbano propiamente dicho otras categorías nominales como el Street art, o lo que aquí habrá de llamarse un arte del afuera, el cual, partiendo igualmente desde la obra de Manuel Delgado, es siempre susceptible de interpretaciones y lecturas equívocas en tanto que es objeto de percepción y opinión por parte de quienes están, precisamente, ahí fuera1(Delgado, 2007, p.30). Se reconoce también el hecho de que, más que hablar de un arte urbano, se puede hablar de un arte que se hace desde y para lo urbano, lo cual implica que las volatilidades espaciales y sociales que determinan lo urbano como fenómeno se pueden pensar al mismo tiempo como detonante y como receptáculo estético de elaboraciones artísticas de toda índole, pero principalmente de aquellas que suponen un uso y una proyección espacial de la imagen. 1 Es pertinente explorar este concepto en contraste con el de Street art, ya que este, al nombrar el espacio en el que ocurre, crea un límite en el que se da la fruición y la interpretación. Hablar de un arte del afuera, por otro lado, implica una evidente oposición con lo que se podría llamar un arte del adentro, que no es otra cosa que el arte circunscrito a un aparataje institucional (academia, museos, galerías) y que opera siempre bajo un modelo expositivo que admite pocas variantes. 22 1.2 La imagen como parte del devenir urbano El discurrir funcional de una ciudad está mediado por un vasto compendio de imágenes. La mayoría de estas son representaciones simples, o para decirlo en términos semióticos, apelando a la teoría de Charles Peirce (1988), representámenes o signos, formas visuales fácilmente legibles e interpretables que posibilitan un entendimiento en mucho casos inmediato de dinámicas sociales y espaciales sin que medie palabra alguna, y entre las que se cuentan los íconos, los índices y los símbolos (pp. 142-143). Basta con mirar las fachadas de ciertos negocios (grandes y pequeños) o las incontables formas de señalética urbana para acudir a un despliegue iconográfico sin el cual el discurrir en las ciudades sería impensable. Sin duda no se habla aquí de imagen en un sentido propiamente artístico, pero cabe rescatar en este tipo de imágenes cotidianas una característica que es la base de su eficacia: la legibilidad. Esta no es más que la inmediatez y la efectividad con la que una imagen determinada logra transmitir un sentido o una verdad, que le es conferida desde su elaboración. Las imágenes cotidianas nada tienen que ver con la ambigüedad ni con una problematización de la realidad en la que se insertan, sea esta social, espacial o política. Su interés ulterior no es otro que anunciar, mostrando, lo que un espacio entraña y a la vez lo que espera y exige de los transeúntes. Lo interesante de este tipo de imágenes es que de ellas puede decirse, sin ambages, que se inscriben dentro de lo que el pensador francés Georges Didi-Huberman (2010) denomina lo visible, una categoría de representaciones en las que la mirada ha de buscar y encontrar un sentido dado. Cabe anotar que Didi-Huberman utiliza este concepto a manera de crítica contra los modos en los que la historia del arte (de la mano de pensadores como Erwin Panofsky) ha buscado siempre entender, desentrañar, leer y, en suma, ver a cabalidad y en todo su sentido, las obras de arte, consolidadas en imágenes. Es importante, no obstante, mencionar la función de la imagen en el 23 acontecer cotidiano, ya que hoy en día podría hablarse de una exacerbación hasta el paroxismo de las formas de lo visible, máxime cuando en esta, más que en ninguna otra época, captar, producir, reproducir y distribuir imágenes se ha vuelto una práctica tan instaurada, sencilla y cotidiana como el uso de la lengua. Dice Didi Huberman que “con lo visible estamos en el reino de lo que se manifiesta” (Didi-Huberman, 2010, p.44), esto es, lo que anuncia una intención, una verdad, o un simple mensaje, lo que permite una lectura y una interpretación que la mayoría de las veces aspira a la univocidad, a un entendimiento convencional que termina por hacer de lo interpretado un símbolo cuyo factor de unión es su significado. Si esta visibilidad equiparable con una legibilidad ya se podía buscar en obras de arte de composición y elaboración no carentes de cierta complejidad, ya en los usos actuales de la imagen no cabe ninguna duda. Y sin embargo, hasta la imagen más manida, la que más claramente transmite su intención o su mensaje, la más efectiva, es susceptible de ser complejizada. Basta con someterla a una de las principales acciones que constituyen ese acervo fenomenológico al que se denomina lo urbano: la apropiación. Existen dos formas en las que la imagen pasa a ser parte de un campo problemático mediante la apropiación: que sea apropiada por un actor que la resignifique, o que la imagen misma sea la que se apropie de una superficie. Para efectos de lo que nos concierne en este trabajo, miraremos más de cerca este último procedimiento, pero vale decir que la apropiación de la imagen ha sido, casi que desde principios del siglo XX y a lo largo de este, uno de los recursos más decisivos en la configuración de un arte moderno, hallando quizá su paroxismo más significativo en el arte pop, cuyos principales actores (Warhol, Rauschenberg, Hamilton), mediante el uso de la imagen publicitaria, de logotipos, recortes de periódicos y de revistas, y de retratos de figuras públicas, se dan a la configuración de piezas visuales en las que la imagen apropiada, al degradarse, repetirse, contrastarse o sobreponerse, echa por tierra cualquier aspiración de lectura o 24 interpretación unívoca, creando un campo en el que por ley, como apunta Simon Wilson (1975), “la atención del espectador se desvía de la imagen como tal dirigiéndose a considerar lo que el artista ha hecho con ella” (p. 17). Ya en los modos de acontecer del arte urbano, como se ha considerado hasta este momento, se hace más patente el uso de la imagen como elemento apropiativo más que apropiado (aunque el hecho de que sea lo segundo no excluye lo primero), en tanto que hacer un estarcido o un empapelamiento logra que una superficie cualquiera se torne, por un acto de voluntad, en el territorio en el que la imagen reside y acontece. Se produce así una inserción en el campo de la imaginería visible de una imagen que, por más que tenga una intención clara tras de sí, por mor de la apropiación que ejerce, se presenta como algo más que un mero reducto de legibilidad. Insertada en el espacio urbano de manera apropiativa, la imagen puede devenir consigna, marcaje sensorial y geográfico, petición, admonición, amenaza, despliegue de virtuosismo e incluso un mero capricho estético. Lo cierto es que la verdad ulterior sobre dicho devenir no la tiene nadie, y la verdad desde la que parte el ejercicio de apropiación deja de importar una vez que la imagen se adjudica su territorio. Es en esta instancia donde resulta pertinente Didi-Huberman al hablar de lo visual, una propiedad de la imagen que designa una “red irregular de acontecimientos que alcanzan lo visible como tantas huellas o destellos, o marcajes de enunciación, como tantos indicios… ¿Indicios de qué? De algo -un trabajo, una memoria en proceso- que en ningún sitio se ha descrito del todo” (Didi-Huberman. 2010, pp. 44-45). Lo visual se presenta así como una potencia de equivocidad que merodea en lo visible, a la espera de insinuarse más que de manifestarse. En tanto que Didi-Huberman se ocupa de la historia del arte (y esto quiere decir, desde luego, del gran arte), para justificar el uso de los conceptos de lo visible y lo visual en el ámbito de 25 imágenes que no aspiran a inscribirse en ese marco resulta propicia la explicación que hace Maria Cecilia Salas (2016) de los conceptos de síntoma y desgarro, que en la obra de Didi Huberman atañen a lo visual (siendo el signo -lógico- y la legibilidad, los cuales ya se han mencionado, su contraparte en lo visible). Salas propone una imagen como proceso, algo que está en las antípodas de los modos instaurados del acontecer de la imagen tradicional: ilustración, reproducción, copia, figura, o representamen2; es una imagen, pues, que trasciende su estatus de signo (icono, la mayoría de las veces, de ahí la iconología) para convertirse en potencia, en fuerza, más propiamente dicho, una “fuerza que horada lo visible (lo representado) y rasga lo legible (la significación)” (Salas, 2016, p.64). Se trata, en última instancia, de una imagen desgarrada, una imagen que, puesta sobre un plano, ya no demarca un territorio rígido, sino que propicia una apertura, un intersticio, una vía de paso que no conduce a una aseveración sino una mera conjetura, un desgarro que hace que la imagen oscile entre representar y presentarse (Didi Huberman, 2010), y que presentarse sea en este caso poner a operar estratos de la percepción anquilosados en la indiferencia o en el olvido, haciendo de la imagen un “resto manifiesto de tiempos y fuerzas que operan en ella más allá de lo visible” (Salas, 2016, p. 14). Esa insinuación de factores que residen más allá de lo visible es lo que constituye el otro concepto que Didi-Huberman atribuye a lo visual, esto es, el síntoma, aquello que es mero indicio, y que Salas en su análisis opone a la síntesis, que es la reducción lógica de la imagen a una unidad legible. Mediante esta explicación, de la mano de los conceptos de Didi-Huberman, Salas presenta una imagen que remite siempre a un plano virtual, en el que la actualización no está condensada en el territorio del que se apropia la imagen, sino que opera en ella como un proceso. Es lo que hace de la imagen, a fin de cuentas, un ente anacrónico, 2 Siendo este último, como dijera Peirce, un primero que está (perceptivamente) en relación triádica con un segundo (objeto representacional, cosa) en función de un tercero (sujeto representador, interprete) que completa la triada. (Peirce, 1988, p. 144). 26 en tanto que constituye una “memoria densa, producto de un intenso trabajo de condensación, desplazamiento y figurabilidad”, a la vez que se presenta como “un bloque de tiempos complejos, heterogéneos, impuros” (Salas, 2016, p. 44). La imagen como aparato de lo visual es, por tanto, un cúmulo de potencialidades perceptivas y de posibles contactos sensibles, un verdadero campo problemático en el que nada está realmente dicho del todo. 1.3 El acontecer actual de la imagen como dispositivo de arte urbano Una búsqueda rápida en la red Instagram mediante el uso de numerales como #urbanart, #streetart o #arteurbano arroja en conjunto cerca de cien millones de publicaciones. Sería una tarea ociosa sentarse a mirar en detalle cada una de ellas, pero lo que una observación rápida revela es un patrón innegable que se replica, y es el hecho de que lo que se concibe desde el imaginario popular como arte urbano ha alcanzado considerables niveles de virtuosismo. Otra cosa que ocurre al acudir a un número tan vasto de manifestaciones es que resulta difícil parar mientes en la autoría de estas, siendo la proeza visual mucho más cautivadora. Este ejercicio es interesante porque parece revelar dos factores importantes: una creciente tendencia a la oficialización del arte urbano (al menos a ojos de la opinión popular) mediante la apelación a la forma más que al contenido, y una proliferación de artífices de este en diferentes latitudes, pero principalmente en ciudades cuyos niveles de calidad de vida se perciben de entrada como óptimos. En última instancia lo que esto parece demostrar es que la concepción que se tiene ahora del arte urbano pierde cada vez más el estigma que solía tener, y se perfila como un compendio de lenguajes que ya no sólo se apropian de los espacios de la ciudad y los transgreden, sino que los transforman, los resignifican y los abren a nuevas formas de percepción por parte de la ciudadanía. Sobre estas ideas se erigen proyectos que, desde la administración municipal de Medellín, aspiran a hacer del arte urbano un agente de cambio de perspectiva respecto a los modos de 27 acontecer de ciertos sectores de la ciudad. Llama la atención la presentación que el concejal Daniel Carvalho hizo en febrero del 2020 de los resultados del proyecto que concibió a la calle 10 del barrio El Poblado como la “Galería de arte urbano más grande de Colombia”. Carvalho justifica el proyecto aduciendo que Es completamente pertinente que esta intervención se haya hecho en la Calle 10 de El Poblado [ya que] Pocas calles en nuestra ciudad tienen tal magnitud de tránsito diurno y nocturno, vehicular y peatonal. Es un lugar estratégico para la intervención ya que hemos visto la transformación y degradación de la zona del Parque Lleras por todos los problemas de drogas y turismo sexual (Carvalho, 2020). Los resultados de la intervención que se hallan en el sitio web del concejal y en el video de su alocución ante el consejo dan cuenta justamente de ese virtuosismo técnico y monumental que constituye el rasero de la percepción popular del arte urbano. De esto se sigue que, quien se pregunte ahora por el acontecer del arte urbano en Medellín, no tardará mucho en dar con esta clara institucionalización de lenguajes que otrora constituían una manifestación de subversión contracultural. En el sitio web de Carvalho se presenta como estadística el hecho de que intervinieron más de cien artistas, y el hecho de que este número prime más que la individualidad de cada participante es diciente. Por una parte alude a esa suerte de anonimato en el que siempre se ha cobijado el artista urbano, pero por otra hace evidente el hecho de que en esta intervención prima el interés institucional de reconfigurar el espacio visualmente (de embellecerlo) que de propiciar una plataforma de expresión auténtica, por más libertad que se haya dado a los artistas. Valga decir que no se trata aquí de condenar el beneficio social que este tipo de proyectos acarrean para los espacios en los que se desarrollan. El interés radica más bien en establecer ciertas categorías nominales que permitan hablar de un arte urbano que apele a la definición 28 fenomenológica del concepto de lo urbano, a la vez que se le confiere un estrato de percepción a las formas de arte callejero o arte del afuera que están supeditadas a un interés institucional. Si se acude a la historia reciente, cuesta lo suyo hallar en Medellín artistas que hayan intervenido en el espacio urbano sin estar circunscritos a intereses oficiales o sin ser meros taggers o bombers que intervienen con grafitis desprolijos espacios aleatorios. Resulta por tanto interesante y algo atípico el caso del artista conceptual Adolfo Bernal, quien desde el diseño gráfico y la conceptualización poética trasladó una visión concreta del arte, propia de lugares como el Museo de Arte Moderno y de las bienales en las que participó, a un ámbito que ofrecía una superficie de contacto del todo distinta a la de las dinámicas que propicia el museo con sus regulaciones espaciales. Se puede hablar de las intervenciones de Bernal en espacios urbanos como una apropiación por parte de la imagen, sin que en ella medien asuntos como los límites impuestos por los marcos. Como apunta la curadora Melissa Aguilar (2015), “En la obra no hay perímetro definido, no hay una presencia de un espacio fronterizo específico; en este grupo de obras urbanas no existe un aislamiento que opere a la manera de un marco típico de una obra emplazada en el espacio museístico” (p. 281). Se concreta así una incursión en lo visual por parte de la obra de Bernal, factor doblemente significativo en tanto que las imágenes propuestas por él están mediadas por el signo lingüístico, no por el representamen gráfico. Si bien las intervenciones de Bernal parten de un arte pensado para (y no desde) la institución –Museo–, su pertinencia como dispositivo de arte urbano es innegable dado que pone de manifiesto las asociaciones arbitrarias, los contactos aleatorios pero dicientes, los patrones replicados en ámbitos dispares y la equivocidad tanto de la imagen como del lenguaje y del espacio que rigen el acontecer de lo urbano. La necesidad de “asumir el emplazamiento de la obra en relación con las superficies cambiantes que ofrece el escenario urbano” (Aguilar, 2015, p. 281) acaba por convertirse en un 29 potencializador de esa virtualidad a la que alude Didi-Huberman como atributo inherente a lo visual, el cual hace de la imagen presentada por Bernal en un espacio carente de límites concretos un proceso constante de percepción y complejización. Sería insensato decir que Bernal ha sido el único artista genuinamente urbano que ha intervenido las calles de Medellín, aunque lo cierto es que es el más asequible en lo que tiene que ver con la historia oficial del arte local. Hablar, sin embargo, de un arte urbano que aspire a satisfacer la definición que propone el investigador español Emilio Fernández (2018), la cual habla de: (…) Manifestaciones artísticas realizadas de forma independiente en espacios urbanos, públicos o privados, con carácter ilegal, aunque la legalidad no es excluyente, anónimas o seudónimas, de naturaleza sorpresiva, inteligibles para un público generalista y con un objetivo moralizante y/o estético (p. 43). Hablar desde esta definición, como se decía, es proponer un panorama de intervenciones demasiado amplio en el que pocos nombres destacan por mérito propio. En lo que atañe a las técnicas y al contexto en que se desarrolla el presente trabajo, sin embargo, valdría mencionar propuestas como las de Pachamama-Curasana de Juan Fernando Vélez, quien valiéndose de aspectos propios del diseño gráfico y la ilustración expandida, ejerce el muralismo y la técnica paste-up como medios de visibilización, en el espacio urbano, tanto de la biodiversidad colombiana como de la idiosincrasia nacional, representadas en imágenes en gran formato de especies autóctonas y personajes pertenecientes a diversas minorías. Es también destacable, por otra parte, la resignificación espacial de los archivos fotográficos que lleva a cabo Milena Contreras en su proyecto Mal de archivo, en el cual la imagen fotográfica es reproducida, ampliada, recortada, repetida y agrupada a fin de lograr diferentes disposiciones espaciales, e 30 instalada en superficies urbanas mediante la técnica paste-up, en un intento por mostrar la fragilidad de la memoria y de las historias que les es dado contener a las imágenes. Volviendo a la definición propuesta por Fernández, si se dan por descontadas las posibles objeciones que se puedan tener frente a conceptos como inteligibilidad o moralización como regidores del acontecer del arte urbano, lo cierto es que los elementos esenciales que enuncia se hayan presentes incluso en las instalaciones más rudimentarias, y en Medellín, fuera de exponentes como Adolfo Bernal, Pachamama, Milena Contreras, o de los artistas que aportaron su talento al proyecto de Carvalho en la calle 10, es justamente esto lo que más se suele encontrar. Pensar por tanto la imagen como un dispositivo del arte urbano requiere una mirada somera a ciertos ámbitos en los que, como ente apropiativo de los espacios, dicha imagen ha tenido un amplio rango de manifestaciones que han marcado la pauta de un arte que explora su potencial en tanto que territorio, y el del espacio en tanto que soporte entendido como algo más que un continente de lo meramente visible. A este respecto, figuras como Shepard Farey en Estados Unidos, o Banksy en Europa (principalmente), salvando sus innegables incursiones en las dinámicas del arte oficial de sus respectivos contextos, no han dejado nunca de presentarse como interventores de espacios urbanos mediante imágenes complejizadas por las posibilidades que ofrece el diseño gráfico, en el caso de Farey, o atravesadas por enunciados sociopolíticos contundentes, en el caso de Banksy, lo cual en última instancia ha llevado a convertirlos en exponentes imprescindibles de un arte urbano entendido esta vez sí como una clara visualización de las dinámicas de apropiación, de contacto superficial, de otredad y, en suma, de agenciamiento estético, conceptual y discursivo que son las que conforman la definición ontológica y fenomenológica de ese cúmulo de potencialidades que entraña lo urbano. 31 2. METODOLOGÍA La ejecución de este trabajo de investigación-creación tiene como génesis y núcleo un proceso plástico cuya pertinencia visual radica en la cantidad de piezas elaboradas y en su facilidad para ser reproducidas en serie, mediante la prolijidad técnica y las posibilidades expresivas que permite un tema como el retrato y el empleo de un material como el vinilo, pero que no llega a ser el factor determinante dentro de la serie de prácticas que constituyen las metodologías de trabajo, sino más bien un aliciente a dicha pertinencia. Cabe decir, sin embargo, que la producción plástica es aquí el cimiento, a la vez que la antesala, de una estructura metodológica con la que se busca dar cuenta de las potencialidades del retrato en dibujo como dispositivo de intervención serial, y del espacio urbano, con todas sus implicaciones éticas y sociales, como soporte para dicha intervención. La cuestión de la potencialidad de la imagen (concretamente del retrato como tema representacional) y del espacio urbano como territorio del que ésta se apropia volviéndolo soporte requiere, como recurso metodológico y en primera instancia, una revisión de literatura que apunte a esclarecer las implicaciones que la elaboración de imágenes en general y de retratos en particular, ha tenido en diferentes momentos de la historia, a fin de estudiar las funciones y/o modos de transmisión que dichas imágenes han acarreado en los contextos abordados; por otra parte, partiendo desde la estética aunque incursionando en áreas disciplinares como la antropología y la sociología, el esclarecimiento que se busca también abarca los modos de manifestación de lo urbano entendido como agenciamiento, lo cual supone una consideración profunda sobre aspectos como las transitoriedades, la liminalidad, la superficialidad y las prácticas de apropiación social a las que se ve sometido el espacio como estructura en principio concebida, pero reconfigurada a través del uso. Estas dos vertientes teóricas, que trazan un periplo que va desde la historia del arte 32 hasta la antropología urbana, pasando por algunos conceptos de la filosofía, en última instancia buscan dar cuenta de la propensión al contacto estético que se da a partir de la comunión entre la imagen y el espacio urbano. La fase metodológica que propicia dicho contacto dentro del trabajo tiene que ver con la intervención artística en espacio público. A este respecto, resulta apropiado abordar conceptos de la metodología propuesta por Rita Irwin (2013) a la que denomina A/r/tografía. Grosso modo, este recurso metodológico busca hacer de la acción artística un elemento que al insertarse en diversos contextos, espacios y comunidades genere una serie de impactos perceptibles y quizá mesurables a lo largo de los procesos investigativos. En palabras propias de Irwin (2013): El proyecto a/r/tográfico a menudo se convierte en un acto de investigación transformador. Las preguntas de investigación están inmersas en las prácticas de los artistas, educadores o artistas-educadores, y por tanto tienen el potencial de influir en esa práctica en el tiempo. Al igual que la investigación-acción, la a/r/tografía tiene a menudo un carácter intervencionista (p. 106). Se tiene, así pues, una intervención que busca reconfigurar el espacio en el que acontece involucrando a diferentes actores más allá de los artistas y de los participantes directamente involucrados a nivel institucional. Podría decirse que este trabajo, en su fase intervencionista, se inscribe dentro de la a/r/tografía en práctica, mas no en esencia. La razón para considerarlo así radica en el hecho de que las intervenciones realizadas no aspiran a una visibilización o lectura concreta, que atraiga a individuos o congregue a colectivos bajo una consigna o una labor, sino que desde la equivocidad, la alteridad, la aleatoriedad y la arbitrariedad busca sólo eso, una visibilización o una lectura cualquiera. En este sentido se puede afirmar que el retrato reproducido para su instalación en espacios urbanos aspira más al contacto que, al impacto, entendiendo 33 contacto aquí como el estadio primordial de la problematización sensitiva (intuitiva) y posteriormente conceptual (abstracta) que acarrea la estética. Las intervenciones no aspiran tanto a ser transformadoras como a ser en sí mismas transformadas, preferiblemente a raíz de los efectos que propicia ese contacto, y que puede acarrear acciones que van desde la mera contemplación hasta el desgarro violento. A partir de este punto, el trabajo se enruta hacia una metodología más concreta, que atiende a las incidencias que operan sobre las intervenciones por parte de diversos factores externos, volitivos o accidentales, que son inseparables del acontecer en el ámbito urbano, a partir de las consecuencias del contacto que se establece entre la imagen instalada y la mano que posteriormente la interviene, o de los elementos que la horadan, la deterioran, o ya de plano la remueven. El interés aquí es en primera instancia perceptivo, y posteriormente analítico, por lo cual se puede hablar con facilidad de una metodología de observación no participativa, en lo que se refiere estrictamente a la toma de registro y posterior estudio de las intervenciones realizadas con base en los elementos espaciales y humanos que más las afectan. Ciertamente es la fase metodológica más diciente del trabajo, la que en última instancia permite hablar de esa potencialidad de la imagen como superficie de contacto estético, y del espacio urbano como soporte para su acontecer. Para englobar, por último, las metodologías que rigen el desarrollo de este trabajo en una forma de estudio y de acción que las determina, se puede pensar en la heurística como la metodología principal, esto es, heurística estética, en tanto que el análisis de la imagen y del espacio urbano, así como de los efectos que conlleva su conjunción y su manera de entrar en contacto con la percepción individual o generalizada, traen consigo una serie de hallazgos relevantes en materia usos, devenires, potencialidades y excepciones que atañen a estos elementos, y que como tales sirven para transformar la visión que de ellos se tiene. 34 3. IMAGEN, ESPACIO Y PERCEPCIÓN 3.1 El periplo de la imagen Si bien hoy lo normal es darla por sentada como una función más del entendimiento y el intelecto humanos, lo cierto es que la imagen es un ente extraño, que a lo largo de su vasta historia parece oscilar entre un capricho técnico y un ejercicio esencial para la configuración mental de la percepción humana. Todo comienza con las primeras representaciones rupestres realizadas por seres humanos en cuevas tan célebres como las de Altamira o Lascaux, de las que la historia del arte esgrime teorías que plantean que dichos humanos se dedicaban principalmente a pintar animales salvajes como los bisontes, a fin de subyugarlos a una representación que luego permitiera darles caza con más facilidad, en tanto que su fiereza ya había sido socavada por la apropiación de su imagen por parte del humano primigenio. Se empieza así a entender la imagen como una suerte de conjuro, un acto rayano en lo mágico capaz de domar las fuerzas de la naturaleza. Así lo piensa el historiador Ernst Gombrich (1999) aduciendo el hecho de que la aparente insensatez de penetrar en una cueva oscura e inhóspita tan sólo para plasmar la imagen de un animal sólo se puede explicar y justificar si sobre dicho animal se quiere ejercer un poder que trascienda la mera fuerza física (p. 42). A este estado de prestidigitación visual hace referencia Regis Debray (1994) en el análisis que dedica a los orígenes tanatológicos de la imagen. La elaboración de esta constituía, por una parte, un ritual de paso de un plano existencial concreto (terrenal) a uno remoto y desconocido, y por otra, una manera de revelar, de hacer que se presente de nuevo, esto es, de representar la esencia del muerto. En ciertas instancias la imagen constituye una ofrenda con la que se despacha al muerto por esa senda desconocida, de lo cual se sigue que “los honores de la tumba relanzan de 35 un sitio a otro la imagen plástica, [ya que] las sepulturas de los grandes fueron nuestros primeros museos, y los difuntos nuestros primeros coleccionistas” (Debray, 1994, p. 21), al no ser dichos honores un privilegio de la mirada de los vivos. Aunque lo más común es que la imagen fuera una actualización vicaria de una virtualidad3 segada por la muerte, una ausencia que ya nunca más podía tornarse en presencia más que en el acto de figuración. Es una imagen pues que “atestiguaría el triunfo de la vida, pero un triunfo conseguido sobre la muerte y merecido por ella” (Debray. 1994, p. 22). Dicho triunfo, al igual que lo percibía el pintor rupestre con respecto a la fuerza incontenible de la jauría animal, es una mengua en el estupor, el desconcierto y el miedo que la muerte induce, una forma de dominar ese poder abstracto que ejerce sobre la sensibilidad el peso de la desaparición del otro, en la que se anticipa la propia. Así pues, “la imagen sale de ultratumba amansada y estabilizada, para que el antepasado siga allí; para impedir que vuelva a molestarnos, para atrapar su alma voladora y rapaz en un objeto indubitable” (Debray, 1994, p. 27). La magia que opera la mirada sobre este estadio de la imagen se debe a atribuciones como esta, en las que lo desconocido se vuelve tangible y asimilable mediante la representación. Es la práctica de una mediación con lo incomprensible a través de lo que se deja ver. En suma, en este modo de percepción prestidigitadora “la imagen no es un fin en sí mismo, sino un medio de adivinación, de defensa, de embrujamiento, de curación, de iniciación” (Debray, 1994, p. 30). No es sino hasta mucho más adelante que la imagen entra a fungir como un dispositivo agregado al mundo, que en primera instancia parece que existe sólo en función de imitarlo, pero que se justifica en su función cristalizadora de acontecimientos, de afectos, y de los cuerpos y los espacios que los propician. Es posible que la metafísica y el esencialismo se sientan caducos al 3 Entiéndase aquí virtualidad como estar en virtud de, que casi equivale a decir tener la posibilidad de. La actualización de una virtualidad su virtud se cumple, que viene a ser algo parecido a cuando una posibilidad se realiza. 36 analizar el devenir del mundo como algo que sucede más allá de lo que abarcan los sentidos, pero lo cierto es que la visión empirista tampoco ofrece mucha claridad al tratar de explicarlo todo con base en lo que ofrece la superficie perceptiva y acontecimiental de dicho mundo. Entre estas dos visiones, sin embargo, el arte parece fungir como mediador de un diálogo inacabable, y en tanto que a lo largo de la historia este ha sido predominantemente visual, se puede pensar la imagen como uno de los elementos decisivos en la configuración de diferentes estratos de realidad. Es así como se empieza a solidificar la idea de que la imagen, más que una imitación de las formas del mundo, lo que ejerce es una condensación de aspectos fundamentales (por no decir esenciales) de los cuerpos, los espacios, y los acontecimientos que lo constituyen, ampliando la visión y el entendimiento que de estos se tiene, y muchas veces intensificándolos. No es extraño, por ende, que varios artistas en diferentes campos (pintura, literatura, filosofía) y en diferentes momentos de la historia hayan operado desde esta concepción de la representación. Van Gogh (2008) por ejemplo, afirmaba no conocer una definición más pura del arte que la del ser humano agregado a la naturaleza, ya que la reconfiguración ejercida por la sensibilidad y la técnica humanas muestra “la naturaleza, la realidad, la verdad, pero con un significado, con una concepción, con un carácter que el artista hace resaltar y a los cuales da expresión, que redime, que desenreda, libera, ilumina” (p. 55). Por esta misma línea, aunque inclinando la balanza hacia la metafísica, Arthur Schopenhauer ofrece una concepción de la representación en la que la imagen es una especie de tesoro que el artista le arrebata a la realidad mediante su visión aguda de las cosas. Schopenhauer (2010) sostenía que “En la obra de arte, la idea se nos presenta con más facilidad que directamente en la naturaleza y en la realidad” y que “esto se debe únicamente a que el artista, que sólo conoce la idea y no la realidad, ha reproducido en su obra sólo la idea pura, separada de la realidad, omitiendo todas las contingencias perturbadoras” (p. 235). Aquí el filósofo 37 alemán le da la vuelta al rechazo platónico de las artes con base en una premisa similar a la del filósofo ateniense, pero orientada hacia la reivindicación de las representaciones: si para Platón las estas no bastan para acceder al plano de las Ideas en tanto que son meras copias de sus manifestaciones físicas, para Schopenhauer las representaciones son una forma de, por lo menos, intentar vislumbrar el plano de las Ideas en tanto que constituyen su abstracción visual, lo que de ellas logra, aunque sea de forma precaria, emerger a la superficie para ser percibido y asimilado. En dicho vislumbre se haya el valor del arte desde esta perspectiva: tanto más da que los sentidos sólo nos muestren un estrato superficial del mundo, si mediante las imágenes podemos abstraer los atributos más importantes de este para acercarnos lo más posible a su idea. Ya en el ámbito literario, el cual, si se permite la extrapolación, se puede pensar como el dominio de las imágenes acústicas, esto es, las que se insinúan en la mente a partir de una palabra escuchada o leída, la concepción que tiene Fernando Pessoa (2013) de la función de la literatura hace eco de las justificaciones de la representación que se han citado, al decir que “Los campos son más verdes en el decirlos que en su verdor. Las flores, si se describen con frases que las definan en el aire de la imaginación, tendrán colores de una permanencia que la vida celular no permite” (p. 36). Con esto queda claro que las representaciones, entre las que la imagen es sin duda la más prominente, más que simplemente imitar el mundo mediante versiones más o menos prolijas de los cuerpos, los espacios y los acontecimientos que en él discurren, lo que hacen es ofrecer una abstracción, una exteriorización perceptiva condensada que se ofrece a los sentidos como un estrato de la realidad, mas no como la realidad en sí, en tanto que esta se presenta inaccesible más allá de la superficie. Es evidente, no obstante, que esta concepción estético-pragmática de la imagen desatiende a diversos factores temporales, espaciales, contextuales, sociales y culturales que la complejizan y que hacen necesario el surgimiento de campos del saber que la estudien. Sin duda, la imagen como 38 ente en principio concebido desde una percepción y cargado de potencia visual, conceptual y simbólica una vez ejecutado, alcanza sus mayores grados de complejidad en la creación artística, en especial a partir del Renacimiento. Quizá es por eso por lo que una disciplina como la iconología, adscrita al campo intelectual de la historia del arte, centra sus análisis en este período y en los inmediatamente anteriores y posteriores. Para decirlo en pocas palabras, la iconología es una búsqueda del sentido de las imágenes, de su “verdad”, si se quiere, a través del estudio de diferentes factores con convergen en ella, desde su concepción hasta su recepción en un ámbito y un tiempo específicos, pasando por los detalles más concretos de su ejecución. Como apunta Manuel Castiñeiras (1998), un análisis iconológico aspira a desentrañar el sentido de la imagen con base, primero que todo, en una distinción de su contenido, identificando el tema y los motivos que le otorgan solidez; debe detenerse así mismo en los elementos figurativos en los que una estructura lógica se logra percibir, esto es, en la mera forma (incluyendo sus elipsis), en los atributos, o ya de plano en una figura retórica como la personificación; Debe atender también al posible acontecer narrativo que entraña la imagen mediante el uso de símbolos y alegorías, y desde luego a las relaciones que puedan existir entre texto e imagen (p. 41). Dado que una vasta cantidad de imágenes producidas en el período bizantino, en el Renacimiento y en el barroco aluden a temas y personajes bíblicos, la lectura de todos estos elementos deviene una exégesis similar a la que se hace de las escrituras mismas, en busca de una verdad unívoca en todas ellas. Cabe decir que este tipo de lecturas pormenorizadas eran auspiciadas por una prolijidad técnica de las imágenes que, como expresaba Michel Foucault (2004), negaba los aspectos materiales de las mismas a fin de pudieran apelar a la vista como una captación fiel de la realidad. Así, mediante el uso de la perspectiva, que simula tridimensionalidad, y de las gradaciones cromáticas que dan la sensación de que una imagen cuenta con una iluminación propia, esta podía 39 negar, a la vista de un espectador, el hecho de que su territorio era una superficie bidimensional y rectangular y de que la intensidad u opacidad de sus colores dependían de una luz que venía de fuera (Foucault, 2004, pp.12-13). Con esta suerte de ilusionismo visual no era difícil tomar la imagen por un relato. No fue sino hasta más adelante cuando la creación artística de imágenes empezó a desarticularse, prescindiendo de los símbolos perennes, de los atributos replicables, de los motivos supeditados siempre a una serie concreta de temas, y perdurando estos últimos, pero desclasados, desprovistos de toda legibilidad que remitiera a un orden superior de ideas. Se empieza a tener así una imagen que, como dijera Heinrich Wölfflin (1952), vira desde un estilo del ser a un estilo del parecer, en tanto que se empieza a distinguir lo pictórico de lo lineal. Siendo lo lineal esa pulcritud ilusionista que ofrece una visión casi tangible de la realidad formal, lo pictórico se aparta más o menos de la cosa tal como es, sin reconocer ya los contornos continuados, destruyendo las superficies palpables, y poniendo sobre el plano una serie de manchas yuxtapuestas e inconexas (p. 59). Es este el tipo de imagen que se abre paso hacia la modernidad, siendo cada vez más una imagen que existe en virtud de los materiales que la componen, de los colores, de las formas dispares y arbitrarias pero contundentes en su intensidad, de las disposiciones conceptuales a partir líneas y manchas en apariencia caprichosas, una imagen sobre la que la iconología tiene cada vez menos potestad para anunciar su significado, siendo quizá la semiótica y la estética los campos del saber más apropiados para dar cuenta de ella en tanto que van en busca no del significado o el sentido, sino de la conjetura, del latido, del síntoma, como ya lo dijera Salas con base en Didi-Huberman, así como los afectos y los perceptos que se hallan en eso que Gilles Deleuze (2009) llama un bloque de sensaciones, una imagen que presenta una condensación material de aspectos formales y empíricos que se ofrecen a la vista, una “sonrisa de óleo”, un “ademán de terracota”, un “impulso de metal”, hasta que esa materialidad “sube 40 irresistiblemente e invade el plano de la composición de las propias sensaciones, hasta formar parte de él o ser indiscernible” (Deleuze y Guattari, 2009, p. 167). Es una imagen que, en última instancia, en tanto que desclasada, desmitificada y desarticulada, es susceptible de ser resignificada, bien sea desde su concepción y su ejecución, bien desde su mera contemplación, o bien desde la apropiación técnica de la misma, alcanzando nuevos modos de presentarse a la percepción gracias a la reproducción en serie, a los recortes, a las saturaciones formales o cromáticas, a la multiplicidad de soportes y, en suma, al dominio que cualquier individuo puede ejercer sobre ella. 3.2 Imagen moderna, imagen urbana Los modos de configuración de la imagen moderna obedecen justamente a esta premisa de que es el individuo el que tiene la potestad no sólo de producirla (desde el virtuosismo del artista) según su visión íntima, sino de apropiársela, de atribuirle sus códigos, por más arbitrarios que sean, de destruirla y reconstruirla, de subvertirla y reducirla a su mínima expresión, y con el fin no ya de revelar un sentido o una verdad (o no tan sólo), sino de cuestionar la necesidad de un sentido, de una tradición, de una serie de funciones y, en suma, de poner en entredicho ya sea los alcances o los límites del arte. Respecto a lo que se espera de este individuo, para el artista Paul Klee la cuestión es clara: “el arte realza el mundo de la diferencia; cada personalidad, una vez dueña de sus medios de expresión, tiene voz y voto, y sólo los débiles deben apartarse buscando su bien en realizaciones pasadas, en lugar de extraerlo de sí mismos” (Klee, 2007, pp. 15-16). Esta exhortación al virtuosismo individual, que viene a ser lo mismo que aquello a lo que, a la par con Kandinsky, Klee denomina el espíritu, se percibe a primera vista como un llamado a ese artista que hurga en la esencia de las cosas, a ese “genio” al que Schopenhauer considera detentor de las ideas y el único capaz de expresarlas formalmente. Kandinsky (1996), para no ir más lejos, en su 41 rechazo tajante al arte que se produce desde la gratuidad formal y que sólo busca una recompensa material, el llamado arte por el arte, habla de “un hombre en todo sentido semejante a nosotros, pero que lleva dentro una fuerza visionaria y misteriosa” (p. 25) para referirse a un artista que, operando marco temporal determinado, logra abstraer y dominar las potencias formales que el mundo tiene para ofrecer a su percepción en dicho marco, y condensarlas en una obra, en una imagen que lejos está de ser mímesis o relato, una imagen que se presenta como visión, en el sentido de premonición. De un artista así parece hablar Jean Cassou (1961) cuando al referirse a Klee escribe que, por el hecho de saber contener el macrocosmos en el microcosmos, este consigue que el menor trazo, el menor signo, la más pequeña gota coloreada se exalte con una inagotable cantidad de significaciones, y cada cuadro suyo resuene con tanta profundidad como una pieza de música o de poesía (p. 451). Esto es a lo que Klee llama expresión. Y sin embargo, la imagen a la que aspira a llegar Klee, y la que invita al individuo a buscar desde esta perspectiva espiritual, está muy lejos de ser la de ese individuo agregado a la naturaleza del que hablara Van Gogh, o aquella que preserve el verdor de los campos como quisiera Pessoa. Casi puede decirse que Klee opera desde una iconoclastia creadora, que busca destruir la imagen natural para darle una nueva vida en la obra. Así lo expresa al exaltar las desfiguraciones que lleva a cabo el cubismo, en las que “el hombre o el animal, cuya función, razón de ser, es precisamente vivir, devienen incapaces de ello si uno pretende recalcularlos […], cuando son despedazados en motivos aislados distribuidos luego según las necesidades de la idea plástica” (Klee, 2007, p. 14). Quizá anticipando lo que más adelante sería la iconoclastia casi absoluta de las vanguardias del siglo XX, la producción de Klee se instala en el inicio de una coyuntura (propiamente dicho, el cambio de siglo) que echará por tierra casi todos los modos de leer, contemplar, interpretar y 42 transmitir las manifestaciones visuales del mundo, las representaciones en las que ya difícilmente se podrá hallar sentido, verdad o magia. La imagen empieza a ser asumida a raíz de esto como algo insignificante, una mera entelequia superflua de un aparato lógico y estético rancio. La deshumanización resultante de más de un siglo de industrialización, y exacerbada en dos conflagraciones mundiales, socavó la idea exaltada que desde la Ilustración se venía gestando en torno a la potencia de lo humano; con el individuo arrebatado de la comunidad y reducido a máquina de guerra y posteriormente a mero superviviente de las estructuras lógicas que daban sentido al mundo, estas demostraban su inutilidad, su superchería y su incapacidad de hacer del ser humano otra cosa que no fuera un bárbaro. Dentro de dichas estructuras se hallaba, sin duda, el arte, y de la mano de esta la imagen. Tanto más daba, por ende, si se producía o si se destruía, si se transgredía o si se exaltaba, una imagen más agregada al mundo acabaría por decir lo mismo, esto es, nada. Lo único verdaderamente diciente habría de ser la vida, por más volátil e incierta que esta fuera. Se llega así a un estadio en el que todo vale, en tanto que nada es verdad, en el que toda subversión es posible en tanto que ya nada es sagrado, en el que la iconoclastia ya no se interesa siquiera por destruir imágenes, sino que prefiere producirlas ya muertas y desprovistas de todo símbolo, de todo relato; un arte por el arte como el que abominaba Kandinsky, un arte que emplea “sus medios propios para hacer muecas y gestos, por ejemplo, con los anamorfismos o los caprichos archimboldescos” (Cassou, 1961, p. 570), aunque ni siquiera es eso, más bien es un arte contra el arte, o bien un antiarte. De este desprecio hacia las formas en las que el arte da cuenta de diferentes estratos de realidad se desprenden ejercicios como los de Marcel Duchamp, en los que mediante el empleo de objetos, más que de materiales, determinados por arbitrariedades y azares que van desde su mera elección como objeto de arte hasta su disposición aleatoria en el 43 espacio, crea imágenes que ponen en tela de juicio o de plano niegan aspectos funcionales y espirituales de la vida como el entendimiento del espacio o el valor del arte mismo. Un ejemplo interesante de estos ejercicios es la creación de una nueva unidad de medida en trois stoppages etalon, experimento en el que Duchamp deja caer tres segmentos de hilo de un metro de longitud sobre tres lienzos diferentes, los cuales quedaron marcados por la forma que los hilos imprimieron en ellos en el acto de caer y tras ser adheridos, para dar la sensación de que cada línea había sido trazada sobre el lienzo. Bien lo dice Carlos Granés (2012): Con esta sencilla maniobra, en la cual dejaba por primera vez que el azar interviniera en el proceso de creación, el artista pretendía desafiar el metro patrón […]. Si el yo podía crear el mundo, Duchamp iba a empezar por las unidades de medida (p. 32). Esa creación del mundo por parte del Yo no era, sin embargo, una cuestión de virtuosismo o de proeza técnica como lo había sido a lo largo de la historia, sino de pura voluntad, o ni siquiera esto, sino más bien de puro capricho auspiciado por la desidia espiritual y la dejadez social. A partir de este nihilismo, apunta Cassou (1961), “el azar inaugura su reinado, declara sus derechos a la contradicción, a la insignificancia, a lo gratuito, a lo absurdo, a la injuria y a la universal no- resolución” (p. 572). Curiosamente, ese desencanto, esa instalación en los terrenos de lo absurdo, para algunos se convierte en un vitalismo a ultranza que lo niega todo, menos lo que determina el curso de la vida individual, esto es, la acción desinteresada y sus inusitadas consecuencias. De esta ética que opaca a la estética y pone el devenir vital en el núcleo del acontecimiento artístico (ya que no se puede hablar de creación) nace una problematización de la imagen que ha tenido una repercusión que se siente hasta nuestros días. Se puede hablar de una imagen que acontece con base en factores que determinan la realidad misma, en la que ya no prima la intención ni la composición ni la configuración, sino el instante en el que la imagen sucede. Esta imagen- 44 acontecimiento es el campo de acción, por ejemplo, de una figura como Jean Arp, a quien se suele considerar como el padre del collage, y que se instala, por su visión del mundo y su modus operandi, en las vanguardias del Dadá y el Surrealismo. Las palabras de Hans Richter (Citado por Serge Fauchereau, 2006), aplicadas a la ética del movimiento Dadá, bien podrían ser la sucinta declaración de principios en la que se basa todo el trabajo de Arp: El azar nos parecía un proceso mágico a través del cual podíamos trascender las barreras de la causalidad y de la voluntad consciente, y a través del cual el ojo interior y la oreja se volvían más sutiles, de manera que surgieran nuevas series de pensamientos y de experiencias (p. 8). Bajo este derrotero, la desidia nihilista se torna en potencia más vital que creativa, llevando a que los ejercicios en los que Arp deja caer recortes de papel sobre un plano, o aquellos en los que dispone varias piezas de madera de diferentes formas una sobre otra sin atender a ningún valor compositivo, pasen de ser un mero accidente a ser consecuencia de ese proceso mágico que, a diferencia del que anunciaba el plano de la divinidad en la imagen-ídolo antigua, rige de manera incomprensible aunque perceptible las leyes de la vida. La imagen llega a ser así un ente que se procura su propio agenciamiento con poca o nula intervención de la mano humana, en tanto que (para retomar la definición que brinda Deleuze del concepto) propicia un estado de cosas, un estado de cuerpos (de formas) que se penetran (se rasgan), se mezclan (se sobreponen) y se transmiten afectos (se contrastan, se saturan) un proceso en el que “los signos se organizan de una nueva forma, aparecen nuevas formulaciones, un nuevo estilo para nuevos gestos” (Deleuze y Parnet, 2004, p. 81). Este procedimiento, no obstante, hace que la desacralización y el desclasamiento de la imagen sean, en vez de verdugos, entes revitalizadores de su potencial, propiciadores de su apertura perceptual y conceptual. Y esto no implica sólo a las imágenes desligadas de toda aspiración 45 mimética o discursiva que se empiezan a producir, sino a todo el compendio de imágenes producido hasta el momento. Como apunta Regis Debray (1994), “la imagen fabricada es fechada en su fabricación; y también a su recepción. Lo intemporal es la facultad que la imagen tiene de ser percibida como expresiva incluso por ojos que no dominan el código” (p. 36). Es esta una suerte de arbitrariedad visual que se detiene en el límite de la iconoclastia y que, despojando a la imagen de todo el peso discursivo y figurativo que le confieren sus temas, sus motivos, sus atributos y su soporte, le confiere nuevas formas de ser percibida y nuevos códigos para transmitir o desarticular. De cuenta de esto se tienen fenómenos como la apropiación que hace Duchamp de la Mona Lisa en su sátira titulada L.H.O.O.Q, o como la resignificación erótica que se hará más adelante de las representaciones renacentistas del martirio de San Sebastián. Más que a la imagen, de hecho, el cambio de paradigma se le debe atribuir a la mirada, esto es, a la manera en la que la consciencia humana registra y da cuenta de los modos en los que la imagen acontece, como se verá más adelante. Esto conduce a un estadio que se va instaurando gradualmente a medida que la producción de imágenes se va volviendo no sólo un asunto de deconstrucción del canon artístico, sino una función doméstica, gracias al auge de la fotografía; dicho estadio es lo que Debray (1994) llama una “polisemia inagotable” en tanto que “una imagen es siempre y definitivamente enigmática, sin ‘buena lección’ posible. Tiene cinco mil millones de versiones potenciales (tantas como seres humanos) ninguna de las cuales puede imponer su autoridad (la del autor como cualquier otra)” (p. 52). Esta nueva cualidad de la imagen de ser captada por sensibilidades individuales de maneras distintas y de residir en ellas con diferentes niveles de intensidad y sentidos dispares es lo que termina por convertirla en un ente casi tan natural a la expresión humana como la palabra, o para llevarlo a la mínima expresión, el signo lingüístico, un ente que se caracteriza por su maleabilidad 46 tanto individual como colectiva y que no cesa de transformarse con base en lo que se quiere transmitir y en lo que se logra percibir. Es una imagen que, si bien no supone una crisis absoluta para su artífice, sino que más bien amplía su rango de acción permitiéndole un desenvolvimiento ad libitum con las formas, las líneas y los colores, sí lo obliga a despojarse de la solemnidad y la autoridad con la que la ofrece al mundo y dicta su curso; su intención deja de tener importancia para cedérsela al territorio, a la superficie en la que la representación sale al encuentro de la percepción, ese estadio en el que se produce un contacto tácito en el que la imagen, más que inocular afectos en la sensibilidad que la contempla, hace eco de los que ya residen en esta. Paul Klee ya era consciente del conflicto que esto habría de suponer para el artista moderno al decir que: (…) Con un poco de imaginación, cualquier agenciamiento un poco forzado se presta a una comparación con realidades conocidas de la naturaleza […]. Una vez interpretada y nombrada, semejante obra ya no pertenece al querer del artista… y sus propiedades asociativas son el origen de malentendidos entre el artista y el público (Klee, 2007, p. 24). Lo que para Klee supone un problema en la habilidad de transmitir su intención plástica a raíz de las ideas asociadas que se van sumando en el proceso, ensombreciendo su intención, para la imagen moderna se revela como la fuente de su fecundidad y de sus posibilidades expresivas. Esos malentendidos entre el artista y el público, o más concretamente entre la imagen y la subjetividad son, como dijera Guido Almansi en el prólogo a Esto no es una pipa de Michel Foucault (1997), una fuente de vida que se nutre de ambigüedad, un procedimiento que otorga a la imagen un nuevo alcance al romper los límites de la interpretación trazando otras vías de fruición. Partiendo del elogio que hace el crítico Harold Bloom de la “mal-lectura”, Almansi, refiriéndose a la pintura de Magritte, pero permitiendo la extrapolación de su postura a cualquier tipo de imagen, sostiene que 47 las distorsiones óptico-conceptuales operadas sobre esta (así como sobre la literatura del pasado en el caso de Bloom) son una señal del progreso hacia un estadio visual más complejo y dinámico, en tanto que se pueden cambiar las cartas de las imágenes establecidas (o por establecer) para ver en ellas lo que puede interesar a un individuo o a una colectividad, siendo estas así un circuito de equívocos en el que resulta difícil orientarse como no sea en la más absoluta arbitrariedad (Almansi, en Foucault, 1997, p. 16), lo cual comporta un devenir caprichoso de los mensajes, de los códigos y de los afectos que se puede pretender hallar en dichas imágenes. Quizá podría hablarse aquí de una imagen absurda, haciendo eco de Albert Camus (1991) cuando dice que “se puede ser virtuoso por capricho”4 (p. 67) al resaltar la indiferencia entre experiencias como el deber y la desidia. Si la imagen siempre ha tenido el deber de transmitir algo (un mensaje, una presencia, una complejidad técnica, una ampliación visual del mundo), su reducción al absurdo mediante la reproductibilidad y la tendencia al malentendido la virtualiza, en el sentido de que la somete a un nuevo estadio de virtud estética en la que responde no ya a los códigos creados desde una univocidad espacio-temporal, sino que atiende a las necesidades de cada sujeto que la aborda, que se presta a actualizar en ella los códigos y los afectos que más le resultan pertinentes. La imagen absurda no es otra que aquella que se despoja del aquí y ahora del que hablara Walter Benjamin (1989), esa condición de lo auténtico e irrepetible que caracterizaba a las obras de arte de antaño, también llamada aura, cuya importancia se atrofia ante la democratización y la accesibilidad estandarizada del público a la imagen mediante la reproductibilidad. Es así que “la técnica reproductiva desvincula lo reproducido del ámbito de la tradición. Al multiplicar las reproducciones pone su presencia masiva en lugar de una presencia irrepetible.” (p. 22). Una masividad de presencias que es a su vez una masividad de perspectivas, 4 “One can be virtuous through a whim” en el texto consultado. Traducción propia. 48 y en última instancia, una masividad de apropiaciones. La imagen como agenciamiento, el territorio propicio para una polisemia inagotable, es un proceso de complejización constante en el que esta no habla, como otrora pretendiera hacerlo, sino que habla la consciencia individual o colectiva a través de ella. Es una imagen que ya no puede entenderse como un lenguaje independiente y cuajado, sino como un instrumento supeditado a un sinnúmero de lenguajes, lo cual la enriquece a la vez que la depaupera. “El lenguaje que habla la imagen ventrílocua es el de su contemplador” (Debray, 1994, p. 52), lo cual viene a decir no sólo que hay tantos lenguajes como contempladores hay, sino que dichos lenguajes se producen, se desarrollan, tienen relevancia y a veces incluso fenecen en el proceso de encuentro entre imagen y sensibilidad, en el contacto que la imagen como superficie propicia con el sujeto. Se llega así al momento en el que la imagen puede equiparar su acontecer estético con el agenciamiento de lo urbano, en virtud de la reconfiguración que sobre ella ejerce la mirada. Desacralizada (ya que no atiende a la revelación de un plano superior de existencia), desarticulada (ya que no aspira a la fidelidad objetiva ni a la síntesis lógico-visual) y democratizada (ya que tanto su fruición, su producción y su reproducción están al alcance de cualquiera), la imagen se abre paso hacia la posmodernidad de manera vertiginosa, convirtiéndose en un ente ubicuo que potencia y condiciona incontables maneras de ver y entender la realidad. Es el en contacto, sin embargo, donde la imagen efectúa su apertura, es en el encuentro con la mirada donde su potencial se realiza. La figuración, por tanto, es la otra cara de la moneda de la cosmovisión. Esto es lo que propone Regis Debray (1994) al delimitar lo que denomina las tres edades de la mirada, períodos espaciotemporales (aunque también tendencias o actitudes psicosociales y estéticas) en los que la exteriorización representacional del mundo fomenta diferentes modos de percepción y de 49 operatividad epistemológica e incluso ética, en tanto que las imágenes propias de cada era “no designan naturalezas de objetos, sino tipos de apropiación por la mirada” (p. 183). En el periplo de la imagen que se ha trazado hasta este punto se ha abordado la naturaleza de las dos primeras edades de la mirada, y lo que procede ahora es ahondar en la tercera. Sin embargo, para hacer pertinente la incorporación de los conceptos con los que Debray denomina a estas edades, y las equivalencias semióticas que establece, es conveniente una breve recapitulación. En primer lugar, está la logosfera,5 la era de los ídolos en el sentido amplio (del griego eidolon, imagen), la cual se extiende desde la invención de la escritura hasta la de la imprenta (Debray, 1994, p. 176). Es, como se dijo al comienzo, una era en la que la realidad causa estupor, y la imagen es concebida y producida como una dádiva de las fuerzas ocultas que entretejen dicha realidad para hacerse entender, en primera instancia, y luego para hacerse temer, e incluso hacerse adorar. Es la edad de la imagen ritual, mágica, que ofrece la esencia inconmensurable de lo representado a una mirada perpleja que aún no ahonda lo suficiente en la naturaleza de las cosas. La mirada que inmoviliza la imagen y le confiere los atributos de aquello que trasciende a la percepción y a la comprensión termina por engendrar un ser representacional. Es, por tanto, dadora de vida. No obstante, dado que la imagen es una superficie limitada, dicha vida se condensa en una parte que funge como presencia de un todo. Es así que, apelando a las categorías de signos propuestas por Peirce, Debray (1994) la asocia con el índice o indicio, ese fragmento que se desprende de un objeto o que es contiguo a él y que lo representa en la medida en la que permite anticipar su 5 Valga la siguiente aclaración: de entrada resulta extraño que al hablar de edades se les otorgue el carácter nominal de esferas. La pertinencia de esta asociación se explica en el artículo de Juan Diego Parra (2014) titulado La imagen y la esfera semiótica, en el que se resalta la continuidad focalizada que Debray da al concepto de Semiosfera propuesto por Iuri Lotman, el cual considera “todo el espacio semiótico (como) un mecanismo único (sino como un organismo) (…) fuera del cual es imposible la existencia de la semiosis” (Lotman, citado por Parra, p. 77). 50 totalidad. Es por esto que la imagen-indicio fascina e incita casi a tocarla; el más allá de lo visible es su norma y su razón de ser, y de esto se sigue que su valor sea mágico (p. 183). En segundo lugar está la grafosfera, la era del arte en la que la imagen es una expansión visual y estilizada de los modos de acontecer de la naturaleza, y que se extiende desde la imprenta hasta la televisión en color (en tanto que logra una red de transmisión de imágenes que la fotografía y el cine no pudieron aventurar) .Aquí la mirada se deleita ante lo bello, el estilo es atribuible a una manera particular, individual, de percibir el mundo, y de reconfigurarlo mediante la forma, el volumen, la perspectiva y el color, de lo que se sigue el nacimiento de la autoría, de la firma, y la historia halla en la imagen un territorio desde el cual transmitir sus estructuras lógicas, sociales y estéticas a la posteridad. En tanto que se fabrica, se produce, la imagen es una cosa. No es, sin embargo, la cosa representada, a la cual solamente se parece, lo que hace de ella un icono, el signo al que Peirce (1988) atribuye la propiedad de la semejanza (en variables niveles de fidelidad) y que “no es arbitrario, sino que está motivado por una identidad de proporción o forma”. Así, la imagen-icono es objeto de la contemplación, y por lo tanto conduce al goce estético; el más allá de la representación es el mundo natural, por lo que su valor es artístico (Debray, 1994, p. 183). El periplo termina así por llegar a la videosfera, la era de lo visual en la que la imagen es, como ya se dijo antes, ubicua, y la mirada la aborda, la interpreta, la deconstruye y la reconstruye de forma constante y de incontables modos. Para efectos de lo que en este trabajo se quiere presentar como imagen-urbana, emparentada con esa imagen-absurda de la que se habló con anterioridad, el concepto de videosfera es al mismo tiempo un territorio fecundo para el análisis de las dinámicas de reproducción y transmisión mediática, y una antesala a estadios más avanzados y complejizados del mismo, en tanto que el estudio de Debray sólo abarca la televisión y no alcanzó 51 a vislumbrar la subsecuente proliferación de las pantallas6. La imagen perteneciente a la videosfera es pues una imagen democratizada hasta el paroxismo, que se produce y se consume fácilmente, de manera casi irreflexiva y en apariencia inconsecuente, que tiende siempre hacia la representación no ya de nuevas formas de ver, sino de meras novedades visibles que, por su abundancia, no pueden evitar pecar de superfluas, una imagen que no tiene más razón de ser que su mera manifestación técnica en pos de una percepción, y que por ende propicia la acumulación a través de la reproducción. (Debray, 1994, pp. 178-179). Vale decir que esta democratización es el resultado directo de la proliferación y el abaratamiento no sólo de diversos medios de producción de piezas visuales (desde la cámara meramente fotográfica hasta el smartphone, pasando por el computador), sino de los programas y alicientes institucionales, sociales y culturales que, llamando a la creatividad y a la libre expresión, ponen en manos de cualquiera la potestad de crear imágenes de todo tipo, amén de otras manifestaciones que otrora estaban reservadas para el talento y la prolijidad excepcionales de una selecta minoría. Benjamin (1989) apunta, desde una perspectiva que tan sólo remotamente permitía anticipar dicha proliferación, que mediante esta se pierde el carácter privilegiado de las técnicas a las que corresponde la elaboración de piezas visuales (entre otros productos culturales), y cita a Huxley como ejemplo de una actitud anti-progresiva, en tanto que acusa de vulgarización al hecho de que las técnicas reproductivas y rotativas en prensa hayan posibilitado una multiplicación imprevisible del escrito y de la imagen (p. 41). Sin duda hablar de depauperación, vulgarización o desclasamiento de la imagen en estas circunstancias es rozar la línea de los juicios de valor de corte elitista que no conciben para esta 6 Al comienzo de su libro La pantalla global, Gilles Lipovetsky y Jean Serroy (2007) mencionan el término “pantallasfera” para referirse precisamente al concepto titular de la obra, que propone una “pantalla miniaturizada, pantalla gráfica, pantalla nómada, pantalla táctil… pantalla omnipresente y multiforme, planetaria y multimediática” (p. 10) como nuevo dispositivo estético y epistemológico. Dado que el libro aborda la hiperproducción del cine desde la sociología, no tiene mayor relevancia para este trabajo más allá de la mención de ese término, el